DERECHO A LA INSURRECCIÓN
ANÁLISIS BAJO LA PERSPECTIVA HISTÓRICA
“XII. El derecho a la insurrección.
1. A. Luego de lo anterior, se entra al análisis del derecho a la insurrección, que se realizará con perspectiva histórica, pero de forma consecuente con lo recién apuntado respecto de la interpretación de la Constitución. En este sentido, tal derecho ha venido teniendo calado en las constituciones de El Salvador desde hace más de 100 años. Por ejemplo, en el art. 45 ord. 10º de la Constitución de 1841 se estableció que una de las atribuciones del “Poder Ejecutivo” era “levantar la [más] fuerza necesaria sobre la decretada por la ley para repeler invasiones [o] contener insurrecciones, dando cuenta al poder [legislativo] en su primera reunión”. Las constituciones de 1864, 1871, 1872, 1880, 1883, 1886 y 1939 no replicaron esta disposición a la letra, pero sí conferían poder al Ejecutivo para repeler invasiones y contener o sofocar rebeliones (arts. 35 ord. 11° y 47 ord. 11°, 91 atrib. 8ª, 86 atrib. 8ª, 85 atrib. 8ª, 91 atrib. 8ª y 106 atrib. 8ª, respectivamente).
La Constitución de 1886 fue la primera en reconocer a la insurrección como un derecho. Su art. 36 previó: “El derecho de insurrección no producirá en ningún caso la abrogación de las leyes, quedando limitado en sus efectos, a separar en cuanto sea necesario, a las personas que desempeñen el Gobierno, y nombrar interinamente las que deban subrogarlas, entre tanto se llena su falta en la forma establecida por la Constitución”. De igual forma, el art. 68 atrib. 29ª señalaba que “[s]on atribuciones del Poder Legislativo: […] [r]atificar, modificar o desaprobar los tratados o pactos que celebre el Ejecutivo con otras naciones; no pudiendo ser ratificados en ningún caso los tratados o convenciones en que de alguna manera se restrinja o afecte el ejercicio del derecho de insurrección o se viole alguna de las demás disposiciones constitucionales”. La Constitución anterior a ella —la de 1883— había sido dictada por Rafael Zaldívar a un año de finalizar su segundo período presidencial, con el fin de ser reelecto como Presidente; y, en efecto, fue así, ya que debía completar el período de 1884 a 1888. No obstante, esto no ocurrió, porque fue derrocado en 1885 por Francisco Menéndez, quien convocó a la Asamblea Constituyente que habría de crear la Constitución de 1886, que tenía, pues, un antecedente golpista.
El derecho a la insurrección desapareció en las constituciones siguientes y reapareció en la de 1945. El art. 36 de esta Constitución establecía que “[e]l derecho de insurrección no producirá en ningún caso la abrogación de las leyes, quedando limitado en sus efectos a separar en cuanto sea necesario, a las personas que desempeñen el Gobierno y nombrar interinamente las que deban subrogarlas, entre tanto se llena su falta en la forma establecida por la Constitución”. De igual forma, el art. 67 atrib. 29ª señalaba que “[c]orresponde a la Asamblea Nacional: […] [r]atificar, modificar o desaprobar los tratados o pactos que celebre el Ejecutivo con otras naciones; no pudiendo ser ratificados en ningún caso los tratados o convenciones en que de alguna manera se restrinja o afecte el ejercicio del derecho de insurrección o se viole alguna de las demás disposiciones constitucionales”.
La inclusión del derecho a la insurrección en la Constitución de 1945 se puede explicar por el contexto histórico en que se creó su predecesora: la de 1939. Como se sabe, la Constitución de 1886 es, a la fecha, la que más ha durado en vigencia de todas las constituciones de El Salvador; pero, en 1939 fue derogada por la Constitución de ese mismo año, que fue creada con la finalidad de permitir que el general Maximiliano Hernández Martínez, que asumió la presidencia por el golpe de Estado a Arturo Araujo en diciembre de 1931, se perpetuara en el poder. Esta intención se ve reflejada en el período presidencial ampliado en la Constitución de 1939 (art. 92) y en la institucionalización de la reelección (art. 91 inc. 3°). A pesar de que la reelección solo se permitía por una “única vez”, en 1944 se realizaron ciertas reformas que permitieron una segunda reelección del general Maximiliano Hernández Martínez. No obstante, en 1944 él fue derrocado por la “huelga de brazos caídos”. Esto supuso devolver momentáneamente la vigencia a la Constitución de 1886, que fue nuevamente derogada por la Constitución de 1945 bajo la presidencia de Salvador Castaneda Castro, que fue producto del golpe de Estado de Osmín Aguirre y Salinas. Dicho Presidente convocó a una Asamblea Nacional Constituyente para legitimar su situación y el resultado fue la Constitución de 1945.
Luego, en la Constitución de 1950, se reconoció nuevamente a la insurrección como un derecho. El contexto en que se creó esta Constitución es muy parecido al de la de 1945: Salvador Castaneda Castro pretendió continuar en la presidencia en 1948. Sin embargo, fue derrocado ese mismo año y reemplazado en el poder por el Consejo de Gobierno Revolucionario, que en 1950, de la mano de Humberto Costa y Reynaldo Galindo Polh, conformaría la Asamblea Constituyente que la creó. En esta Constitución se hizo hincapié en que la insurrección es un instrumento de lucha contra la perpetuación presidencial en el poder, ya que en el art. 5 se estableció que “[l]a alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia es indispensable para el mantenimiento de la forma de Gobierno establecida. La violación de esta norma obliga a la insurrección”[1]. El art. 5 de la Constitución de 1962 replicó el art. 5 de la Constitución de 1950. Además, hizo un reconocimiento genérico del derecho a la insurrección en el art. 7, que previó: “Se reconoce el derecho del pueblo a la insurrección. El ejercicio de este derecho no producirá en ningún caso la abrogación de las leyes y estará limitado en sus efectos a separar en cuanto sea necesario a los funcionarios del Poder Ejecutivo, los que serán sustituidos en la forma establecida en esta Constitución”.
B. Esto nos lleva a la Constitución actual, la de 1983. El art. 87 Cn. establece: “Se reconoce el derecho del pueblo a la insurrección, para el solo objeto de restablecer el orden constitucional alterado por la transgresión de las normas relativas a la forma de gobierno o al sistema político establecidos, o por graves violaciones a los derechos consagrados en esta Constitución. […] El ejercicio de este derecho no producirá la abrogación ni la reforma de esta Constitución, y se limitará a separar en cuanto sea necesario a los funcionarios transgresores, reemplazándolos de manera transitoria hasta que sean sustituidos en la forma establecida por esta Constitución. […] Las atribuciones y competencias que corresponden a los órganos fundamentales establecidos por esta Constitución, no podrán ser ejercidos en ningún caso por una misma persona o por una sola institución”.
La reminiscencia a que la insurrección es un instrumento de lucha contra los intentos de los presidentes de turno por perpetuarse en el poder está contenida en el art. 88 Cn., que prevé que “[l]a alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”. A su vez, en nuestra Constitución desaparece la disposición que confiere competencia al Órgano Ejecutivo para repeler invasiones y contener o sofocar rebeliones mediante el uso de la Fuerza Armada, aunque sí habilita a decretar el régimen de excepción en casos de rebelión (art. 29 inc. 1° Cn.).”
ANÁLISIS SOBRE SU REGULACIÓN ACTUAL: ARGUMENTOS SISTEMÁTICO, HISTÓRICO Y DE LEGITIMIDAD POLÍTICA Y DEMOCRÁTICA
“2. A. La regulación actual del derecho a la insurrección tiene ciertas particularidades. Según el art. 87 inc. 1° Cn., la finalidad de la insurrección debe ser restablecer el orden constitucional alterado por la transgresión de las normas relativas a la forma de gobierno o al sistema político o por graves violaciones a los derechos fundamentales. La forma de gobierno es el modo en que los órganos constituidos están organizados, cumplen sus funciones esenciales y se relacionan entre sí, para propiciar entre ellos el gobierno de la República, tanto en la creación de leyes y políticas públicas y su ejecución, como en la resolución de los conflictos sociales a través de la jurisdicción. Cada órgano tiene sobre estos aspectos sus propias e indelegables competencias, en la forma en que la delegación debe entenderse según lo dicho en esta sentencia (art. 86 Cn). El sistema político, por su parte, se compone del conjunto de las interacciones de la sociedad, los actores políticos y las instituciones del gobierno en la definición de las acciones de dirección, ordenación e integración de la vida social[2].
B. Incluso en la actualidad, el derecho a la insurrección tiene por objeto principal legitimar la lucha contra los intentos del Presidente de turno por perpetuarse en el poder, pues ello se vincula con la forma democrática del gobierno, que es incompatible con un contexto donde se propenda o impulse su reelección o ejercicio indefinido del poder, máxime cuando para ello se usa la fuerza de forma arbitraria, ilegal y/o inconstitucional, pues es el Presidente quien dispone de ella en tanto que es quien organiza, conduce y mantiene a la Policía Nacional Civil (art. 168 ord. 17° Cn.) y es el Comandante General de la Fuerza Armada (art. 157 Cn.), la cual organiza, conduce y mantiene y de la cual dispone (art. 168 ords. 11° y 12° Cn.).
Sin embargo, el que el Órgano Ejecutivo sea el que disponga de la fuerza pública —policial o militar— no significa que pueda abusar de esa posición orgánica, ni que recurriendo a ella trate de afectar las funciones y competencias de los otros órganos de Estado. De igual forma, no puede dificultar la actuación de los restantes órganos mediante abuso de las fuerzas militares o policiales. Tampoco debe ocupar militar o policialmente las instalaciones donde funcionan dichos órganos (por ejemplo, instalaciones de la Asamblea Legislativa, de todo el órgano judicial, del Ministerio Público, etc.), las cuales se entienden inviolables, de manera que su violación debe generar consecuencias jurídicas. Finalmente, le está vedado utilizar fuera del marco constitucional o legal a la fuerza armada o la policía, máxime si es para violar o afectar los derechos de los habitantes de la República. Ciertos argumentos justifican la afirmación sobre el derecho a la insurrección que está contenida en el párrafo anterior.
a. El primero es el argumento sistemático de unidad de la Constitución, que implica interpretar a la Constitución como un todo unitario[3]. El art. 87 Cn. debe ser interpretado en relación con el art. 88 Cn., que prevé que la violación a las normas sobre la alternabilidad en el ejercicio de la presidencia “obliga a la insurrección”. Es de hacer notar que estas disposiciones y normas sobre la alternabilidad son especialmente protegidas por la Constitución, que establece su carácter irreformable (art. 248 inc. final) y prevé en su ingeniería constitucional un factor disuasorio de siquiera intentar su reforma: la pérdida de los derechos de la ciudadanía (art. 75 ord. 4° Cn.).
b. El segundo es un argumento histórico. Uno de los aspectos que se toma en cuenta en la interpretación histórico-dinámica es que la disposición constitucional que debe interpretarse forma parte de un proceso de cambio en la regulación sobre una materia o institución. En esos casos la historia sirve para resolver las dudas interpretativas, en cuanto pone de manifiesto una tendencia en la que la disposición actual está inmersa[4]. Según se ha expuesto, el reconocimiento del derecho a la insurrección en las constituciones de 1886, 1945, 1950 y 1962 responde a datos sociológicos referidos a golpes de Estado para asumir la presidencia o a intentos de perpetuarse en ella. El Informe Único de la Comisión de Estudio del Proyecto de Constitución hace referencia expresa a esta situación. En él consta que “[e]l derecho del pueblo a la insurrección es una institución de rancio abolengo en nuestro derecho constitucional. Figuraba ya en la Constitución de 1886, mantenida en las reformas de 1945, en la Constitución de 1950 y en la de 1962 con algunas variantes. La Comisión ha optado también por mantenerlo, introduciéndole algunas modificaciones, teniendo en cuenta los acontecimientos históricos que han ocurrido en la vida de la República” (las itálicas son propias). Estos “acontecimientos históricos” son, pues, esos intentos del Presidente de turno por perpetuarse en el poder o su obtención por golpes de Estado[5].
c. El tercer argumento es el de legitimidad política y democrática. Según la doctrina, la resistencia civil se ha utilizado alrededor del mundo para potenciar el poder en defensa de derechos en situaciones de conflictos asimétricos. Por medio de ella se logra cerrar, o al menos reducir, la brecha entre el pueblo y los titulares del poder en términos de capacidades materiales —en particular con respecto al uso de la fuerza física—[6]. Entonces, lo que este derecho garantiza es la igual posibilidad de usar la fuerza física[7]. Según la Constitución, el Órgano Ejecutivo —el Presidente— es, de entre los órganos del Estado, en quien reside el uso de la fuerza que se busca igualar cuando se ejerce el derecho a la insurrección. Usar la fuerza contra quien no la tiene es antidemocrático e ilegítimo.
C. Actualmente el derecho a la insurrección también sirve para justificar la lucha beligerante contra quienes buscan asumir el poder de algún órgano estatal por medios antidemocráticos o inconstitucionales y/o contra graves violaciones de los derechos fundamentales, pues lo primero rompe la forma de gobierno democrático y representativo y las segundas están previstas expresamente por la Constitución como supuesto habilitante de la insurrección (art. 87 inc. 1° Cn.). En el primer caso, el intento de usurpación del poder debe estar consumado; de no estarlo, es el Estado —no la ciudadanía— quien debe repelerlo y sancionarlo por medio de los canales institucionales respectivos. Además, este debe estar plenamente comprobado, de manera que una especulación o hipótesis no sustentada no puede tener esa fuerza justificante, incluso cuando sean rumores sociales aceptados por la mayoría.
En el segundo caso, las violaciones a derechos deben ser graves. El concepto de “graves violaciones a derechos” es un concepto esencialmente contestado o controvertido, esto es, un concepto evaluativo que se refiere a bienes complejos que pueden ser descritos de diferentes formas[8]. Estas no se definen de forma taxativa. En ese sentido, los elementos para determinar que existe una grave violación a los derechos fundamentales son: (i) cantidad o magnitud: número de personas afectadas teniendo en cuenta el contexto donde se realizó la conducta; (ii) periodicidad: determinación de un período de tiempo en que las violaciones fueron cometidas; (iii) planeación en la perpetración: grado de deliberación, alevosía, conspiración o preparación que requiere la comisión de la violación; (iv) impacto social: se debe tomar en cuenta la naturaleza de los derechos concernidos —una violación tiende a ser considerada grave si tiene por objeto la vida, integridad o libertad personal—, el nivel de vulnerabilidad de las víctimas y el impacto de la violación en la persona o comunidad[9]; y (v) el uso del aparato del Estado para afectar los derechos, garantías o libertades básicas de las personas, incluyendo la aquiescencia de las autoridades cuando lo hacen los particulares, con anuencia de los órganos involucrados o con su incentivo o displicencia para evitar dichas vulneraciones. Previo al derecho de insurrección, es la institucionalidad del Estado —fiscales, policías, jueces, procurador de derechos humanos, etc.— los que deben, en el ámbito de su propia competencia, prevenir, denunciar, neutralizar, investigar y sancionar tales violaciones.”
LÍMITES
“D. a. El art. 87 Cn. establece los límites de la insurrección. El primero es que esta “no producirá la abrogación ni la reforma de [la] Constitución”. Esto es así incluso cuando se apele a la democracia, que es un término que, al ser mal empleado, tiene una carga emotiva capaz de generar adhesión a un mensaje[10]. Esto se debe a que no es posible recurrir a la democracia para destruirla. En efecto: “La democracia, entendida [solo] en su aspecto formal, podría permitir la afectación o supresión subrepticia y reiterada de derechos fundamentales que corresponden a la minoría”[11]. De igual forma, tampoco la noción de “soberanía” puede servir para justificar la abrogación o reforma constitucional, pues la Constitución misma establece en su art. 83 que “[l]a soberanía reside en el pueblo, que la ejerce en la forma prescrita y dentro de los límites de esta Constitución” (las itálicas son propias).
b. El segundo es que la insurrección debe limitarse a separar en cuanto sea necesario a los funcionarios transgresores, reemplazándolos de manera transitoria hasta que sean sustituidos en la forma establecida por la Constitución. A manera de ejemplo, en los supuestos constitucionales, la insurrección supondría la sustitución de un funcionario por el lapso estrictamente necesario. La insurrección en la Constitución puede ser necesaria, pero sin renunciar a la participación democrática. En este sentido, cuando se habla de diálogos de paz no es solo porque con ellos se llegue a acuerdos sobre algo, sino sobre todo porque quienes dialogan para restablecer la convivencia se comprometen con la sustancia de la democracia y la posibilidad del Derecho: lo público y la comunicación. Lo contrario hace que la insurrección pierda su sentido democrático y sea similar a cualquier forma de violencia salvaje[12].
c. Por último, en ningún supuesto la insurrección puede llevar a una concentración del poder. El art. 87 inc. final Cn. establece que “[l]as atribuciones y competencias que corresponden a los órganos fundamentales establecidos por esta Constitución, no podrán ser ejercidos en ningún caso por una misma persona o por una sola institución”. Ninguna manifestación de los derechos de resistencia puede justificar las mismas acciones que en regímenes tiránicos, dictatoriales o despóticos. Los mismos derechos y principios que legitiman la insurrección marcan los márgenes dentro de los cuales la sociedad debe autolimitar sus acciones de resistencia. Las formas de contestación, en suma, no pueden situarse por encima de la justicia, el derecho y los procedimientos de regulación democrática[13].”
ANÁLISIS DE LA DIFERENCIA DE OTRAS FIGURAS QUE SE ESTUDIAN BAJO LA RÚBRICA DE LA OBEDIENCIA AL DERECHO
“3. La insurrección se diferencia de otras figuras que se estudian bajo la rúbrica de la obediencia al Derecho. Respecto de la desobediencia civil, la diferencia descansa en que las prácticas de protesta que se enmarcan en el seno de movimientos de insurrección, incluso cuando son pacíficas, tienen fines transformadores en el sentido ya apuntado, es decir, no comparten ciertos componentes del sistema y los combaten, porque tratan de sustituirlos por otros[14]. A su vez, la desobediencia civil se diferencia de la objeción de conciencia. El desobediente civil incumple una norma con el propósito de lograr su modificación o la de alguna institución o decisión política que considera injustas —siempre puntuales y específicas y ubicadas fuera del ámbito protegido por el derecho a la insurrección—. El objetor de conciencia, por el contrario, desobedece un acto o norma que ordena o prohíbe algo que él considera inmoral o gravemente lesivo para su dictamen de conciencia. Por eso solo pretende que se le exima del cumplimiento del deber objetado o de la sanción prevista por su incumplimiento. Esto no significa que la objeción de conciencia y la desobediencia civil sean dos modalidades de desobediencia excluyentes[15]. Sin embargo, la desobediencia civil y la objeción de conciencia están sujetas al control del Derecho para decidir sobre su legitimidad y las consecuencias que se deriven de su ejercicio.
[1] El ejercicio de este derecho no produciría en ningún caso la abrogación de las leyes, en tanto que quedaba limitado en sus efectos a separar, en cuanto fuese necesario, a los funcionarios, mientras se sustituyeran en la forma legal (art. 175).
[2] Sobre la diferencia que existe entre forma de gobierno y sistema político, puede verse a título de ejemplo la sentencia de inconstitucionalidad 7-2012, ya citada.
[3] Antonio Enrique Pérez Luño, Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, 7ª ed., 2001, p. 276; y sentencia de inconstitucionalidad 7-2011, ya citada.
[4] Sobre el argumento histórico, véase a título de ejemplo la sentencia de 17 de mayo de 2013, inconstitucionalidad 4-2012.
[5] Corte Suprema de Justicia, Constitución de la República de El Salvador (Exposición de motivos), CSJ, Departamento de Publicaciones, 2016, p. 107.
[6] Cécile Mouly y Esperanza Hernández Delgado, “Resistencia civil en América Latina”, en Cécile Mouly y Esperanza Hernández Delgado, Resistencia civil y conflicto violento en Latinoamérica. Movilizándose por derechos, 1ª ed., 2019, pp. 271-272.
[7] Guillermo Pereyra, “Locke y la teoría de la rebelión popular”, en Estudios políticos, n° 44, 2018, p. 197.
[8] Marisa Iglesias Vila, “Los conceptos esencialmente controvertidos en la interpretación constitucional”, en Doxa, n° 23, 1999, pp. 79-80.
[9] Sobre estos elementos, ver a Cecilia Medina Quiroga, The battle of human rights, 1ª ed., 1988, pp. 11-16.
[10] Carlos Santiago Nino, Introducción al análisis del derecho, 2ª ed., 2015, p. 269.
[11] Sentencia de 14 de noviembre de 2016, inconstitucionalidad 67-2014.
[12] Guillermo Hoyos Vásquez, “Democracia y derecho. El debate entre Habermas y Rawls”, en Revista Derecho del Estado, n° 7, 1999, p. 210.
[13] Franklin Ramírez Gallegos, “Insurrección, legitimidad y política radical”, en Iconos. Revista de Ciencias Sociales, n° 23, 2005, pp. 87-88.
[14] Javier de Lucas, Decir no. El imperativo de la desobediencia, 1ª ed., 2020, p. 195.
[15] Marina Gascón Abellán, “Defensa de la objeción de conciencia como derecho general”, en Eunomía. Revista en cultura de la legalidad, n° 15, 2018, p. 86.