Opinión | A babor

El hombre del saco del secretario general

Imagen de archivo de José Luis Ábalos (d) y su exasesor, Koldo García (i).

Imagen de archivo de José Luis Ábalos (d) y su exasesor, Koldo García (i). / EUROPA PRESS

No hay nada más español que fingir sorpresa ante lo evidente. Que José Luis Ábalos fue durante años el capataz plenipotenciario del sanchismo, el recadero sin escrúpulos, el ejecutor de las órdenes incómodas, el que mandaba callar a los barones —y más cosas— era algo perfectamente sabido. Lo sabía hasta el último de los miembros de esa ejecutiva ampliada tipo politburó, montada por Sánchez para controlar absolutamente todas las disidencias. Lo nuevo es que ahora, cuando se filtran unos mensajes que certifican esa evidencia —unos mensajes entre Sánchez y su hombre del saco, el encargado de meter miedo— la reacción del PSOE es acusar al PP de orquestar una campaña sucia. Señalan como culpable no a quien escribió los mensajes, sino al periódico que los ha publicado. Ahora reclaman privacidad, cuando lo grave no es la difusión de los mensajes, sino la demostración de quién es el líder del socialismo español, cuál ha sido su forma de gobernar y hasta dónde ha llegado la podredumbre moral de nuestra democracia.

El PSOE sanchista ya no es, ni de lejos, la organización que definió el paisaje de la política española durante toda la democracia. Pero —aún más— ha dejado de ser un partido. El partido que iba a ser “devuelto a las bases” por Sánchez se ha convertido en una estructura de poder personalista, cerrada, opaca y sometida a un estricto control disciplinario, en la que no se consulta nada, no se debate nada y no se permite ninguna disidencia. Los cargos del partido los reparte el presidente entre sus ministros; los nombramientos responden exclusivamente a criterios de lealtad perruna, no de eficacia gestora o talento político. La democracia interna es un mal recuerdo. Las bases se movilizan solo para las primarias, y en ellas ya no compiten ni ideas ni personas: apenas se consagran las decisiones de quien manda. Las ejecutivas son órganos decorativos y los congresos, rituales de aclamación. Aquel PSOE que fue durante décadas un partido federal, vertebrado, vivo, ha sido convertido en un aparato sin alma, al servicio exclusivo de su secretario general. De su dueño.

Sánchez volvió en 2017 con el cuchillo entre los dientes, tras ser expulsado por su propio partido por no saber sumar. Regresó con un mantra: las bases. Y era una trampa. Nada más sentarse en Moncloa, las bases pasaron a mejor vida. Llegaron las purgas, los leales premiados, los críticos laminados. Y junto a Sánchez, siempre, Ábalos: el hombre de los recados y las amenazas, el que aparecía en cada operación delicada para imponer el silencio, organizar los relevos, recordar quién manda. Fue Ábalos quien convirtió Ferraz en un búnker. Gestionaba las listas, los nombramientos, los contratos, los recados y las presiones. Apagaba incendios, cerraba bocas y abría expedientes. Aparece en las cloacas de todos los escándalos: el caso Koldo —ese “ejemplo para la militancia”, según lo define el propio Sánchez en su primer libro—, las mordidas, los maletines, los sacos llenos de billetes en la pandemia, las pelucas. Y ahora ha sido arrojado al foso de los caimanes, como si nadie supiera nada.

Pero Sánchez siempre ha sabido. Supo cuándo había que cambiar de política, de socios o de discurso. Supo adoptar las decisiones que necesitaba sin consultar a nadie. Supo pactar con Bildu, indultar a los golpistas, cambiar de posición sobre el Sáhara o regalarle el Código Penal a los independentistas. Supo que nada de eso podía someterse al escrutinio interno. Porque entonces habría debate. Y el debate puede ser la antesala del disentimiento. Sólo recurrió a la consulta sentimental cuando se declaró “un hombre enamorado”, amenazó con una renuncia que jamás pensó cumplir y abrió el proceso de amedrentamiento de la Justicia más grave y duradero que jamás ha vivido este país.

Este Sánchez es el que ha llevado al PSOE desde la unidad interna a la imposición. De las primarias al cesarismo. Y de ahí, directamente, al desprecio institucional: ha ninguneado al Rey, ignorado al Parlamento, despreciado a los jueces y mentido con un descaro que no se recuerda en ningún presidente del Gobierno de España. Se ha negado a presentar presupuestos porque teme perder una votación. Ha convertido el decreto-ley en su herramienta de gobierno. Y cuando los tribunales le recuerdan que hay límites, responde acusando a los jueces de parcialidad o de actuar al servicio de la derecha. Ha puesto a sus afiliados y ministros a competir como expertos en el uso del manual del populista: si no puedes controlar las reglas, desprestigia al árbitro.

Los mensajes a su hombre del saco no son más que la espuma de un proceso largo de degradación: no incriminan a Sánchez, pero lo retratan. Muestran a un líder que no lidera, impone. Que no escucha, ordena. Cabe preguntarse qué más habrá guardado en el teléfono de Ábalos, cuánto cabrá en ese saco sin fondo. Porque lo que realmente parece esta filtración es un aviso a navegantes.

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